Consejo de Santo Domingo


Había una persona tan devota y tan fervorosa que confundía con su santa vida a los religiosos más austeros de la Iglesia de Dios.

Deseaba consultar a Santo Domingo.
Se confesó con él, y le impuso por penitencia rezar solamente un Rosario, y como CONSEJO, rezarlo todos los días.
Se excusó diciendo que ella tenía todos sus ejercicios reglados, que llevaba cilicio, que tomaba disciplina varias veces por semana, que hacía tantos ayunos y no sé cuántas penitencias.
Santo Domingo le insta reiteradamente a seguir su consejo, pero ella no quiere; se retira del confesionario como escandalizada del proceder de su nuevo director, que quería persuadirla a una devoción que no le agradaba.

He aquí que, estando en oración, y arrebatada en éxtasis, vio su alma obligada a comparecer ante el Supremo Juez.
San Miguel alza la balanza, pone sus penitencias y otras oraciones en un platillo, y en el otro sus pecados e imperfecciones; el platillo de las buenas obras no puede contrarrestar al otro; ella, alarmada, pide misericordia

Se dirige a la Santísima Virgen, su abogada. Ella deja caer en el platillo de las buenas obras el único Rosario que -por penitencia- ha rezado; y fue tanto su peso que contrarrestó el de los pecados

La Santísima Virgen la reprendió al mismo tiempo por no haber seguido el consejo de su servidor Domingo de rezar el Santo Rosario todos los días.

Cuando volvió en sí, fue a arrojarse a los pies de Santo Domingo, le contó lo ocurrido, le pidió perdón por su incredulidad y prometió rezar el Rosario todos los días. Por este medio, llegó a la perfección cristiana.