La paz de Cristo

“Queridos hermanos y hermanas: en este momento de mi vida el Señor me llama a "subir al monte", a dedicarme aún más a la oración y a la meditación.
Pero esto no significa abandonar a la Iglesia, al contrario, si Dios me pide esto es justamente para que yo pueda seguir sirviéndola con la misma dedicación y el mismo amor con el que lo he hecho hasta ahora, pero en un modo más adecuado a mi edad y mis fuerzas. Invoquemos la intercesión de la Virgen María: Ella nos ayude a todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa”.
Benedicto XVI


«Mi paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo os la doy a vosotros». ¿De qué paz habla Jesús en este pasaje del Evangelio? No de la paz externa que consiste en la ausencia de guerras y conflictos entre personas o naciones diversas. En otras ocasiones Él habla también de esta paz, por ejemplo, cuando dice: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios».

 Aquí habla de otra paz, la interior, del corazón, de la persona consigo misma y con Dios. Se comprende por lo que añade inmediatamente: «No se turbe vuestro corazón ni tenga temor». Ésta es la paz fundamental sin la cual no existe ninguna otra paz.

La palabra utilizada por Jesús es shalom. Con ella los judíos se saludaban, y todavía se saludan entre sí; con ella saludó Él mismo a los discípulos la tarde de Pascua y con ella ordena saludar a la gente: «En cualquier casa que entréis, decid antes: la Paz a esta casa».


A veces leo cómo murió por Cristo algún mártir, y el corazón se me estremece por dos razones: en primer lugar, por la admiración que despierta que un ser humano débil pueda soportar tanto por amor a Jesucristo. 

También porque uno siente que allí hay un hermano maltratado injustamente, y brota una profunda solidaridad. 

Una vez delante de la tumba de San Sebastián, me brotaron lágrimas y dije en voz baja: “¡Pobre hermano mío! ¿Qué te hicieron?” Pero el mejor homenaje que puedo hacerles a esos hermanos, es dejar de quejarme por tonterías y pedir la gracia de dar la vida también yo, a mi modo, cada día.
(Mons. Víctor M. Fernández)