Julio 7
Esta mañana, después de la misa, cuando me hallaba muy afligido por el motivo indicado, de repente he sido presa de un violentísimo dolor de cabeza, que, nada más sentirlo, me ha parecido imposible poder continuar la acción de gracias.
Esta situación acrecentaba en mí el sufrimiento; también se ha posesionado de mí una
gran aridez de espíritu; y quién sabe qué habría pasado de no haber venido aquel al que me voy a referir. Se me ha aparecido nuestro Señor, que me ha hablado de esta manera:
«Hijo mío, no dejes de escribir lo que hoy oyes de mi boca, para que no llegues a
olvidarlo. Yo soy fiel; ninguna criatura se perderá sin saberlo. La luz y las tinieblas son muy distintas. El alma, a la que yo acostumbro hablar, la atraigo hacia mí; en cambio, las artimañas del demonio buscan alejarla de mí.
Yo al alma nunca inspiro miedos que la alejen de mí; el demonio nunca pone en el alma miedos que la muevan a acercarse a mí.
Los miedos sobre su salvación eterna, que el alma siente en algunos momentos de la
vida, si el autor de ellos soy yo, se conocen por la paz y la serenidad que dejan en el alma… Esta visión y estas palabras de nuestro Señor han zambullido mi alma en una paz y en un gozo tales que todas las dulzuras del mundo, comparadas con una sola gota de esta felicidad, le parecen insípidas».
(7 de julio de 1913, al P. Benedetto da
San Marco in Lamis, Ep. I, 381)