¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse del mismo modo? ¿Ver a Dios que está a punto de descargar sus rayos y que, para pararlos, no hay otro remedio que el de alzar una mano y detener su brazo y dirigir la otra, agitándola, al propio hermano, por un doble motivo: que abandonen el mal, y que se alejen, y de prisa, del lugar donde están, porque la mano del juez está para descargar sobre ellos?
Pero créame también que, en ese momento, mi interior no está en absoluto oprimido
o alterado. No siento otra cosa que la de tener y querer lo que Dios quiere. Y en Él me
encuentro siempre en paz; al menos en mi interior siempre; por fuera con frecuencia un
poco incómodo.
Y, ¿por los hermanos? ¡Ay! Cuántas veces, por no decir siempre, me toca decir a Dios
juez con Moisés: o perdonas a este pueblo o bórrame del libro de la vida.
¡Qué triste es vivir de afectos! Hay que morir en cada instante de una muerte que no
hace morir sino vivir muriendo y muriendo vivir.
¡Ah! ¿Quién me librará de este fuego devorador?
Ruegue, padre mío, para que me venga un torrente de agua a refrescarme un poco de
estas llamas devoradoras que, sin tregua alguna, me queman en el corazón.
(20 de noviembre de 1921, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1246)