Anécdotas de San Bernardo de Claraval

Tiscelin, descendiente de los Condes de Chatillon y perteneciente a una de las más ilustres familias de Borgoña, estaba casado con Alicia, que a su vez estaba emparentada con los Duques de Borgoña. El matrimonio tuvo seis hijos varones y una hembra. El tercero de sus hijos se llamó Bernardo. Cuentan los biógrafos de Bernardo que su madre, cuando estaba encinta de él, soñó que llevaba en el vientre un perrillo que ladraba. Asustada, acudió a su confesor y éste la consoló profetizándole que daría a luz a un niño, el cual con el tiempo sería muy vigilante en la custodia del rebaño del Señor, dando incesantes ladridos contra los enemigos de la Fe y de la Iglesia.

Bernardo nació en el castillo de Fontaines‑les‑Dijon cuando el siglo XI entraba en su última década. Se educó en un ambiente de piedad, y en la escuela clerical de Chatillon adquirió una sólida formación humanística y teológica.

En cierta ocasión, cuando era joven, estando cabalgando con varios amigos suyos, les sorprendió la noche lejos de su casa. No tuvieron más remedio que buscar la hospitalidad en una casa. La dueña les recibió con mucha amabilidad, e insistió en que Bernardo, como jefe del grupo, ocupase una habitación separada. Durante la noche, la mujer se presentó en la habitación con intenciones deshonestas. Bernardo se dio cuenta del peligro en que estaba. Enseguida comenzó a gritar, como si se tratara de un intento de robo, ¡Ladrones, ladrones!. La intrusa se alejó rápidamente. A la mañana siguiente, cuando reanudaron la marcha, sus amigos empezaron a bromear acerca del imaginario ladrón; pero Bernardo tranquilamente les dijo: No fue ningún sueño; el ladrón entró indudablemente en la habitación, pero no para robarme el oro y la plata, sino algo de mucho más valor.

Ya siendo monje, para vencer una tentación de la carne, se arrojó a un estanque de agua helada. Supo siempre valorar el tesoro incalculable de la limpieza de corazón.

En la Orden del Císter

Tras la muerte de su madre y con sólo 21 años de edad, decidió entrar en la Orden del Císter. Pero no quiso ir sólo, sino acompañado. Y un buen día se presentó a Esteban Harding, abad del recién fundado monasterio de Citeaux, con treinta amigos suyos, jóvenes de la nobleza de Borgoña, entre ellos cuatro hermanos suyos, para ingresar en la vida monástica. Antes de la partida de la casa paterna, el hermano mayor de Bernardo, Guido, dijo al más pequeño, Nivardo, que era el único que se quedaba con su padre: Te dejamos heredero de todos nuestros bienes. Y Nivardo protestó: Vosotros os quedáis con el Cielo, y a mí me dejáis la tierra; la partición no es justa. Años después, el joven Nivardo también se hizo monje.

Bernardo vivió intensamente el ideal benedictino en la reforma cisterciense y es la figura más destacada de la Orden. Gracias a él, el Císter comenzó a ser el centro de espiritualidad más influyente. Su extraordinaria santidad, que pronto adquirió noticia de milagrosa, rebasó la clausura, y sin dejar de ser un gran monje y un gran contemplativo, se convirtió de forma totalmente original en un gran hombre de Estado. Fue probablemente el hombre más importante de Europa, y ejerció una enorme influencia sobre la vida de la Iglesia y de la Cristiandad. A él recurrieron emperadores, papas, reyes, señores feudales y vasallos. Cuando algunos pretendían guiar a Europa a golpes de espada, Bernardo lo hará a golpes de pluma, con cartas que partían en todas las direcciones del Continente, de las que, desgraciadamente, sólo en parte se han conservado: alrededor de unas quinientas.

Sabio consejero

Cuando su discípulo Bernardo de Paganella, abad del convento de San Anastasio de Roma, fue elegido papa con el nombre de Eugenio III le escribió: No temo para ti ni hierro ni veneno, sino el orgullo del poder. Le advierte que corre el peligro de mundanización, a la vez que le exhorta a que, en medio de sus ocupaciones, considere su naturaleza que no ha cambiado con tal cargo, reflexione y viva en consecuencia, que su dignidad suma es un servicio universal, y que se preocupe sólo de lo que su cargo le exige personalmente: afirmar, defender y propagar la Fe, reformando para ello la Curia pontificia, sin descuidar nunca la piedad para considerar lo que está por encima de él, Dios y sus misterios.

También el rey de Francia es destinatario de una misiva suya, cuando nombró senescal, es decir, generalísimo, a un abad: ¿Qué pasará ahora? ¿El nuevo senescal celebrará la misa con yelmo, coraza, perneras de hierro, o conducirá a las tropas con roquete y estola?

Aunque sus escritos tratan, por lo general, temas de ascética, en una de sus cartas ‑la número 24 del Epistolario‑ da una visión cristiana de cómo gobernar. Cuando en un cónclave los miembros del Sacro Colegio no se ponían de acuerdo entre tres candidatos que se significaban uno por la santidad, otro por su elevada cultura y el tercero por el sentido práctico, un cardenal puso fin a la indecisión citando la referida carta: Es inútil titubear más; nuestro caso está ya considerado en la carta 24 del Doctor Melifluo. Basta aplicarla y todo saldrá a las mil maravillas. ¿Que el primer candidato es santo? Pues bien, oret pro nobis, que diga algún padrenuestro por nosotros, pobres pecadores. ¿Es docto el segundo? Nos alegramos mucho, doceat nos, que escriba cualquier libro de erudición. ¿Es prudente el tercero? Iste regat nos, que éste nos gobierne y sea designado papa.

Abad de Claraval


En el año 1115, cuando sólo contaba 24, Bernardo fue enviado a fundar un nuevo monasterio en el Valle del Absintio, que él llamó Clair‑vaux (Claraval), Valle Claro. Cuatro años después el papa Calixto II confirmó las constituciones que, por obra de Bernardo de Claraval, devolvían la observancia monacal a su primitiva pureza. El Císter experimentó un asombroso desarrollo en vida de san Bernardo. El número de fundaciones de nuevas abadías crecía constantemente. De la docena de monasterios de la Orden que había cuando llegó Bernardo se pasó a las 343 existentes a la hora de su muerte.

La verdadera atmósfera de la espiritualidad de san Bernardo se pone de manifiesto en una anécdota tal vez legendaria, pero muy significativa. El Señor le dijo: Bernardo, dame algo. –Señor ‑repuso él‑, sabes bien que todo cuanto soy y cuanto tengo es tuyo. Pero Cristo insistió: Bernardo, dame algo. El Santo, profundamente conmovido, exclamó: Pero, Señor, si te lo he dado todo… ¿Qué más podría darte? –Dame tus pecados, Bernardo, repuso amablemente Jesús.

El arbitraje en el cisma de Anacleto II

El abad de Claraval era feliz viviendo sólo para Dios y escribiendo obras para alabarle. Pero, muy a pesar suyo se vio repetidamente veces obligado a abandonar su retiro monacal, su amada soledad. En 1128 fue nombrado Secretario del Concilio de Troyes. En 1130 tuvo que arbitrar en la discordia que surgió tras la muerte del papa Honorio II, al haberse producido una doble elección papal, y por tanto, el consiguiente cisma. Pedro de Leone, con el nombre de Anacleto II, disputaba a Gregorio Papareschi (Inocencio II) la dignidad pontificia. Bernardo, invitado por Luis VI el Gordo, rey de Francia, y por los obispos, acudió al concilio nacional que ese año se celebraba en la ciudad de Etampes. Un biógrafo de San Bernardo, el abad benedictino Ernald de Bonneval, contemporáneo suyo, escribió: Cuando los obispos y los nobles se reunieron en concilio, para el que se habían preparado por medio de la oración y del ayuno, se decidió unánimemente que la obra de Dios ‑la sentencia sobre las demandas de los competidores‑ se debía dejar al siervo de Dios. Por consiguiente, después de examinar diligentemente el orden y el procedimiento de las dos elecciones y los méritos, la vida y reputación de los dos candidatos, saturado del Espíritu Santo y hablando en nombre de todos, declaró a Inocencio pontífice legítimo. Esta decisión fue aprobada por toda la asamblea.

Cuando el rey Enrique I de Inglaterra comentó al santo Abad de Claraval que estaba completamente dispuesto a reconocer como legítimo papa a Inocencio II, pero temía, al hacerlo, ofender a Dios, replicó san Bernardo: ¿Teméis ofender a Dios si reconocéis a Inocencio? Entonces, pensad cómo vais a responder a Dios por los otros pecados; en cuanto a éste, dejádmelo a mí, que caiga sobre mi alma. Después de estas palabras, el rey inglés se dirigió a Chartres, donde estaba Inocencio II, y allí el monarca puso a los pies del Soberano Pontífice su homenaje, su cetro y su espada como señal de reconocimiento.

Predicación de la segunda cruzada

En el año 1146 el papa Eugenio III le encarga que predique una nueva cruzada por toda Europa. Lo hizo con tal ardor que el entusiasmo se apoderó de la muchedumbre. Consigue movilizar media Francia, empezando por el rey, Luis VII. Con el rey de su parte, se dirigió a una inmensa multitud en Vezélay y miles de hombres tomaron la cruz. Y cuando se terminó el paño para seguir haciendo cruces, Bernardo se ve obligado a hacer cruces con tiras rasgadas de su hábito para que las vistan los nuevos cruzados. En Alemania, con un solo sermón, logró que el emperador Conrado III también se incorporase a la expedición.

La segunda Cruzada fue un rotundo fracaso. Los cruzados, derrotados, tuvieron que abandonar el terreno y refugiarse tras las murallas de Jerusalén, de San Juan de Acre y de Antioquía. Para san Bernardo fue un golpe muy duro. Como todos los hombres, santos o no, tenía que aprender ‑y lo aprendió‑ que los caminos de Dios no son nuestros caminos… Seguramente estaba en lo cierto cuando dijo que la catástrofe era un castigo a los pecados de los que habían participado en la aventura. Humildemente asumió la responsabilidad del desastre: Gustoso recibiré las maldicientes lenguas de los murmuradores y las saetas venenosas de los blasfemos para que así no lleguen a Él (Dios). No rehuso quedar sin gloria alguna ni alabanza para que no se injurie la gloria de Dios.

Devoto de Santa María

En la vida de san Bernardo resplandece con especial esplendor y luminosidad la devoción a la Virgen. Para él, Santa María, bendición de la humanidad, es la antítesis de Eva y reparadora de la dignidad femenina: instrumento consciente del desquite de Dios. Si el hombre cayó por una mujer, ya no se levanta sino por una mujer. Una mujer que aplastó la cabeza de la serpiente y que con su consentimiento, pedido y esperado por Dios y por toda la creación, reparaba con su fiat la vida perdida por Eva.

La devoción a Santa María la funda en una expresa voluntad de Dios, que ha querido que todo lo tengamos a través de su Madre. El santo Abad de Claraval enseña que María es Reina nuestra, Señora del mundo y de los ángeles, es la Madre de misericordia: medianera entre la Iglesia y Cristo, escala de pecadores, razón de nuestra esperanza. Subió al cielo nuestra Abogada ‑dijo en una fiesta de la Asunción‑, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación. Nuestra devoción encuentra en su misericordia la seguridad de la salvación, y ello despierta el afecto de nuestro corazón enamorado y vivos deseos de imitarla, ya que Dios puso en Ella todo bien, y sobre nosotros redunda la gracia y la esperanza de quien subió al cielo rebosando de delicias. Por eso, la invocación de su dulce nombre es garantía de salvación, Estrella sobre el mar del mundo, sin cuyo resplandor todo es sombra de muerte y densa oscuridad.

A san Bernardo se le atribuye el Acordaos, que es la mejor oración de la confianza en la Santísima Virgen, pues Ella es Madre clementísima. Una Madre que está siempre pendiente de todos ‑y cada uno‑ de sus hijos. En un sermón llegó a decir: Cese de ensalzar tu misericordia, oh bienaventurada Virgen María, quienquiera que habiéndote invocado en sus necesidades, se acuerde que no le hayas socorrido.

Algunos afirman que san Bernardo tuvo la inspiración de componer las exclamaciones finales de la Salve. Y cuentan que en la visita que el santo Abad realizó como legado pontificio a Alemania, entró un día en la Catedral de Espira cuando los canónigos concluían el rezo de la Liturgia de las Horas y cantaban la Salve. Tan grande fue la emoción que le embargó al oírla, que exclamó: Oh clemens!, Oh pia!, Oh dulcis Maria!

Suyas son las siguientes palabras: Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las ondas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicios, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza, o en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara.

Muerte y glorificación

El 20 de agosto de 1153 murió san Bernardo en su monasterio de Claraval. Veintiún años después, en 1174, el papa Alejandro III lo canonizó.