Luz para los demás

“Conozco personas pobres que distribuyen sonrisas.
Conozco personas que sufren que comunican alegría.
Conozco personas incomprendidas que saben comprender.
Conozco personas puras que conquistan con mirar.
Conozco personas bondadosas que a todos tienen algo que dar.
Conozco personas perseguidas que saben perdonar.
Conozco a esas personas cuyo secreto es AMAR”
Pequeñas semillitas

Aquel que a sí mismo se ha definido como “luz del mundo” nos pide ser eso: ¡Luz para los demás!
Los cristianos sólo podremos ser luminarias si estamos unidos, con todas las consecuencias, a esa gran fuente de energía espiritual, de gracia y de verdad que es Jesús.
Es inconcebible pensar que una acequia tenga caudal propio si no está adherida a un río, a una presa o a un manantial.
Es difícil, muy difícil, llevar adelante nuestra tarea, el deseo de Jesús, de ser luz en medio de la oscuridad o sal en medio de tanta insipidez que abunda en nuestro mundo si no permanecemos en comunión plena con Él.

“Salar e iluminar” son dos responsabilidades de la vida cristiana. Cuando nos desvirtuamos y pierde vitalidad nuestra fe; cuando la escondemos o disimulamos en los sótanos de nuestra vida privada… algo grave está ocurriendo.
¿A quién tenemos que llevar? ¿Con quién tenemos qué iluminar? Ni más ni menos que a Cristo y con Cristo.

Ya sabemos que, la acción, no es lo más importante de nuestra condición cristiana pero, también es verdad, que muchas veces por falsos respetos o por excesiva tolerancia… tenemos vergüenza y hasta cierto temor a presentarnos como lo que somos (como católicos) y de ofertar a nuestro mundo, a nuestro pueblo o ciudades un estilo de vida basado en el evangelio de Jesucristo.

Ser sal y luz, con palabras inspiradas por el Espíritu Santo y con buenas obras como testimonio de nuestra comunión con Cristo ha de ser nuestra apuesta personal y nuestro convencimiento de que, con el Señor, el mundo puede ir mejor… con más sabor y con más luz para el futuro del hombre.
(P. Javier Leoz)

Septiembre 20
¡Creo Señor! Creo en ti Padre mío y confieso que es tuya la vida que tengo, toda tuya, mi Creador que me sostienes cada día.
Por eso sé que me vas a proteger para que nadie destruya mi vida y mis sueños.
¡Creo Padre mío! Que nada ni nadie me quite esa fe que me hace más digno y más firme. Amén.
(Mons. Víctor M. Fernández)


Amado Padre, 
Gracias porque sé que atiendes mis súplicas e inclinas tu oído hacia mí, siempre atento a cada una de mis peticiones para conformarte con tu gracia y bendición de cada día.
Quiero ser también una bendición para las personas con las que me encuentre, por eso, te pido que vengas a mi vida y me haga experimentar el amor a través del fuego del Espíritu Santo, para que sane todos esos sentimientos negativos que no me dejan avanzar y alcanzar la libertad soñada.
Confío en que me sostienes y me das la valentía para no dejarme vencer por cualquier circunstancia adversa que hoy se me presente.
Amén.